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La Shoa. Esa cicatriz

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Una fotografía tomada en el ghetto de Kovno: eso es todo lo que quedó de Abraham y de Inmanuel, dos pequeños lituanos cuya suerte no fue muy distinta de la que corrieron aquel millón y medio largo de niños o los más de seis millones de personas que, entre 1939 y 1945, fueron víctimas de un sofisticado programa de exterminio de la población judía europea diseñado por los jerarcas nazis como «Solución final» a la decadencia de Occidente. Su gesto perplejo y agotado señala, mejor que ningún otro, el límite que el pensamiento, después de más de seis décadas de esforzadas reflexiones, no ha podido, o sabido, dejar atrás en la difícil hora de encontrar para aquel apocalipsis un mínimo de racionalidad histórica que nos ayude a pensarlo con la misma naturalidad y sentido de la lejanía con que, por ejemplo, solemos hacerlo de la Revolución Francesa o de cualquier otro acontecimiento de nuestro Historia.
Los esfuerzos desplegados en este sentido por la historiografía han sido realmente extraordinarios. En líneas generales, y como ya lo hiciera Winston Churchill, las investigaciones más notorias han venido a encontrar ese “mínimo de racionalidad” en el contexto histórico concreto de la II Guerra Mundial, de la que el genocidio judío habría sido -se nos dice- uno más, pero el más terrible de sus efectos colaterales. Algunos, como Laurence Rees, han especificado incluso aún más el impacto de este contexto histórico, señalando que la «Solución Final» se abrió paso en el horizonte bélico como una suerte de «opción militar» de carácter estratégico “impuesta” a los jerarcas nazis por las distintas contingencias derivadas de un conflicto sin el que, probablemente, jamás hubiera podido ocurrir. Se ha tendido también a diluir su peso en el conjunto de la tragedia europea, destacando que, en el contexto de los veinticinco millones de muertos que los nazis arrojaron a los suelos de Europa, o de los más de cuarenta que el conflicto nos dejó, el exterminio de seis millones de judíos no puede ser considerado como un ejercicio extraordinario o inusitado de crueldad, sino como un «asesinato» jurídicamente equiparable al de los millones de rusos ejecutados como «enemigos de guerra» o al de los que cayeron bajo las ardientes llamaradas de Hiroshima: es decir, como uno más de los muchos «crímenes de guerra» o «contra la humanidad» cometidos durante la Guerra. Los hay también quienes han identificando el asesinato colectivo de millones de judíos con los llevados a cabo, en otros momentos de la Historia, por regímenes más o menos fascistas o autoritarios –de “derechas” o de “izquierdas”– como los que encabezaron Franco, Stalin, Mussolini, Videla, o Augusto Pinochet. Algunos, como José Saramago, han llegado incluso a compararlo, en el fondo y en la forma, con el «genocidio» (¿?) del pueblo palestino en el que estaría empeñado, a día de hoy, el moderno Estado de Israel... En realidad –se nos dice– la tragedia judía no fue para tanto, y si la sola evocación de la Shoa nos sigue provocando escalofríos es algo que tiene menos que ver con su “grandeza” que con los esfuerzos por mantener artificialmente viva la memoria del Holocausto desarrollados con éxito por quienes ven en él la mejor coartada para dar rienda suelta a otros “genocidios” o para ocultar algunos que -como el soviético-, en palabras de Roger Lafont, fueron “mucho más graves que él”...¿?
Más allá de la opinión que nos mereza, y por mucho que nos escandalize decirlo, a semejante visión del Holocausto hay que reconocerle algunas -no muchas- ventajas, que en realidad no tienen más sustancia que la de los espejismos. Al concebirlo como un efecto colateral de la II Guerra Mundial, descarga sobre los hombros de todas de las potencias que participaron en ella una parte importante de las responsabilidades en la tragedia judía que hasta ahora soportaba en exclusiva la sociedad alemana en su conjunto. Por la misma razón, ofrece una respuesta sencilla a la inquietud que se deriva de la posibilidad de que una tragedia de tal mangitud pueda repetirse, señalando que la única manera de impedirlo descansa sobre nuestra capacidad para evitar, a toda costa, un conflicto semejante. Sin embargo, y aun siendo verdad que ya va siendo hora de acotar las responsabilidades de la sociedad germánica y de limitarla a algunos de los muchos intereses que en su seno, y de un modo u otro, estuvieron detrás de la catástrofe, conviene preguntarse si no existen argumentos suficientes para hacerlo que no pasen necesariamente por algunas asombrosas reflexiones como las que hemos reseñado -más impropias de los historiadores que de aquellos contadores “de almas muertas” de Nicolai Gogol- y que no impliquen afirmaciones cuya naturaleza, al tiempo que debilita las complejas tareas de detección y represión de los variados movimientos totalitarios emergentes, están neutralizando severamente la capacidad de respuesta de nuestra Civilización ante los muchos peligros, interiores y exteriores, que -como el totalitarismo islámico- a día de hoy nos amenazan...
Dejando a un lado los inconvenientes de este tipo de propuestas, lo que parece claro es que la línea argumental desarrollada por la historiografía dominante no puede responder algunas preguntas capitales. Y es que, a no ser que se acepte que eran peligrosos espías a sueldo de la Unión Soviética y de las perversas democracias de Occidente, o que se diga que fueron apresados armados hasta los dientes en una trinchera de combate, uno no puedo explicarse qué utilidad militar pudo haber tenido para los nazis la ejecución de más de un millón y medio de niños judíos, o la utilizáción de sus pieles para la confección de guantes de piel humana. Y, por lo demás, las estrictas precauciones con que, a diferencia de los bombardeos masivos o las ejecuciones públicas de prisioneros de guerra, buscaron alejar el genocidio del conocimiento de la opinión pública, no hacen sino levantar la sospecha de que las autoridades nazis tenían plena conciencia de que ni siquiera las contingencias impuestas por el conflicto podían justificar aquel espantoso acto de barbarie, que superaba con creces los límites morales en el ejercicio de la crueldad que, ni en tiempo de guerra, la Civilización a la que pertenecían se podía permitir el lujo de olvidar. Todo sugiere que aquel gigantesco genocidio no fue un mero efecto colateral de un conflicto planetario, y que la II Gran Guerra Mundial tampoco fue la excusa perfecta para su ejecución. En realidad, ambos formaban parte de un programa político cuya piedra angular había sido tallada en 1925 por Adolf Hitler en su Mein Kampf, con el que abogada por una guerra interminable que sólo alcanzaría su fin con el dominio absoluto alemán sobre el mundo conocido, y cuya viabilidad requería la absoluta erradicación del judaísmo de la faz de la tierra. Los que se vieron obligados a escuchar la música de los violines mientras cavaban con palas “una tumba en el cielo”, no lo fueron en su condición de «enemigos de guerra» o «enemigos políticos» del Reich sino como especimenes de una raza incompatible con la Civilización. Y el gran problema de la historiografía sigue siendo no sólo el averiguar cómo fue posible que una de las naciones más cultas de Europa no sólo conviniera en que la «Solución final» a los grandes males de Occidente pasaba por el radical exterminio del pueblo judío, sino también que, para llevarla a cabo, aceptara con absoluta naturalidad la creación de una gigantesca maquinaria de destrucción cuya asombrosa perfección en el ejercicio indiscriminado y gratuito de la crueldad representa, hoy como ayer, la más genuina representación del Apocalipsis. Y es aquí, y sólo aquí, donde la Shoa comienza a sobrepasar el contexto histórico en el que ocurrió y a hacerse relativamente invulnerable a todo intento de racionalización historiográfica capaz de permitirnos superar esa inquietud que el recuerdo de aquel irracional despliegue de crueldad nos sigue provocando todavía.
La Shoa puso en evidencia que la imagen que teníamos de nuestra Civilización como el modo histórico de organización social que mejor había logrado limitar el ejercicio de la violencia a un complejo marco de legitimaciones morales, no era otra cosa que un voluntarista mito protector. Después de Auschwitz, sabemos que lo único que nos separa de aquellas civilizaciones que siempre tuvimos por inferiores es que, para ejercer la crueldad, necesitamos tan sólo un más elevado nivel de sofisticación intelectual, como aquella con la que convertimos el viejo prejuicio antijudío generado por siglos de civilización cristiana en un mito racial devastador. Poner orden, música, a la extrema aflicción. Auschwitz aparece y reaparece ante nosotros como una gigantesca cicatriz cuyos bordes mal cosidos y peor cauterizados se enrojecen cuando las circunstancias nos recuerdan lo que un día no lejano también nosotros fuimos capaces de hacer y la extrema debilidad de nuestros valores culturales y políticos para hacer frente a las manifestaciones de un Mal Absoluto del que ya no nos podemos sentir ajenos. Su secreto escozor opera entonces con la fuerza de las premoniciones, y establece un vínculo entre nosotros y la Shoa que eleva el grado de nuestra concernibilidad ante aquella tragedia, situándola en el centro de la conciencia que tenemos de nosotros mismos como hijos de una civilización concreta, pero también como seres individuales más allá de las civilizaciones de las que formamos parte. En estas condiciones, no está en la mano de la historiografía evitar que su sola evocación nos siga suscitando escalofríos, porque su método no puede romper ese hilo que nos une a las simas insondables del "yo propio" cuya naturaleza imprevisible es sólo relativamente moldeable por las fuerzas de la Historia. Como advertía Primo Levi en un arrebato de extrema lucidez, el Holocausto sigue siendo un poderoso «agujero negro» que atrae vorazmente hacia su sima oscura, hasta inutilizarlos casi por completo, los prolíficos intentos con que la Historia ha intentado, infructuosamente, convertir en una forma muerta del «pasado» lo que, parafraseando a Faulkner, sigue siendo un pasado que se resiste a morir.



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