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NO TE OLVIDES DE JORGE JULIO LÓPEZ ~~~~ ¿TE ACORDÁS DE LOURDES DI NATALE?NO TE OLVIDES DE LA IV FLOTA, LAS BASES MILITARES EN COLOMBIA, EL GOLPE EN HONDURAS

Roma no paga traidores

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Carlos Girotti
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A me­dia­dos del se­gun­do si­glo an­tes de la era cris­tia­na, un jo­ven pas­tor lu­si­ta­no se hi­zo gue­rre­ro y en­fren­tó con éxi­to a lo me­jor de las tro­pas ro­ma­nas. Vi­ria­to, así se lla­ma­ba, ma­ne­jó con des­tre­za a las tri­bus ibé­ri­cas y, com­bi­nan­do la gue­rra de gue­rri­llas con los com­ba­tes de lí­nea, obli­gó a los in­va­so­res a fir­mar la paz y a que lo re­co­no­cie­ran co­mo lí­der de Lu­si­ta­nia, la an­ti­gua pro­vin­cia li­mi­ta­da por los ríos Gua­dia­na y Due­ro.
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Pe­ro la pax ro­ma­na siem­pre fue du­ra. Un año des­pués, los con­quis­ta­do­res con­ven­cie­ron a tres em­ba­ja­do­res de Vi­ria­to pa­ra que lo ma­ta­ran mien­tras dor­mía. El pas­tor se­guía sien­do un pe­li­gro y los ase­si­nos, tras cum­plir con el os­cu­ro co­me­ti­do, vol­vie­ron ha­cia el cam­pa­men­to ro­ma­no pa­ra co­brar su pa­ga. Po­bres ilu­sos: el je­fe in­va­sor or­de­nó que los eje­cu­ta­ran no sin an­tes ha­cer­les sa­ber que “Ro­ma no pa­ga a trai­do­res”. Así y to­do, los se­gui­do­res de Vi­ria­to pu­die­ron re­cu­pe­rar más tar­de sus tie­rras in­va­di­das.
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Es­ta mis­ma his­to­ria, aun­que en tiem­pos y geo­gra­fías di­ver­sas, se ha re­pe­ti­do has­ta el har­taz­go. Sin em­bar­go, es co­mo si nun­ca hu­bie­ra ocu­rri­do; una suer­te de am­ne­sia ge­ne­ra­li­za­da ha he­cho que nu­me­ro­sos imi­ta­do­res de aque­llos tres em­ba­ja­do­res lu­si­ta­nos en­sa­ya­ran idén­ti­co ca­mi­no pa­ra aca­bar con la mis­ma suer­te que sus pre­de­ce­so­res. Aho­ra es el tur­no de Co­bos. Ele­va­do al pe­des­tal de los hé­roes re­pu­bli­ca­nos tras su ya tris­te­men­te fa­mo­so vo­to “no po­si­ti­vo” y un­gi­do ca­si por una­ni­mi­dad co­mo la gran es­pe­ran­za blan­ca pa­ra las elec­cio­nes pre­si­den­cia­les de 2011, de re­pen­te es ape­drea­do y la­pi­da­do por su de­sem­pa­te “no ne­ga­ti­vo” en la cues­tión Re­dra­do.
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No ha fal­ta­do es­cri­ba del po­der real que no en­jui­cia­ra con fie­re­za al atri­bu­la­do vi­ce­pre­si­den­te, pa­ra no ha­blar ya de la in­mi­se­ri­cor­de reac­ción de sus co­rre­li­gio­na­rios, ni de la de los se­gui­do­res de la Nos­tra­da­mus lo­cal. Lo ba­ja­ron del ca­ba­llo al que lo ha­bían mon­ta­do y pa­re­ce que es­tán a pun­to de atar­le un pie a uno de los es­tri­bos y azu­zar al ani­mal pa­ra que lo arras­tre has­ta ha­cer­lo pe­re­cer. Una bru­ta­li­dad, qué du­da ca­be, pe­ro es que es­ta gen­te no se an­da con chi­qui­tas. A tal pun­to es así que Prat Gay, que no ha­bía ocul­ta­do sus crí­ti­cas a Re­dra­do y has­ta se es­pe­ra­ba de él que apo­ya­ra la re­mo­ción, aca­ba de en­trar al Olim­po co­mo un dis­ci­pli­na­do re­pu­bli­ca­no y un de­mó­cra­ta con­se­cuen­te con sus prin­ci­pios só­lo por­que aca­tó el dik­taat de Eli­sa Ca­rrió.
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Las po­bres de­re­chas de es­te país no dan pie con bo­la. Es cier­to que na­da les ha­ce per­der su fe­ro­ci­dad y, por eso mis­mo, su pri­mer ges­to vis­ce­ral es co­mer­se los hí­ga­dos en­tre ellas cuan­do al­go les sa­le mal. Y es­ta vez no só­lo les sa­lió mal si­no que, ade­más, nue­va­men­te el Go­bier­no sa­lió por arri­ba y por iz­quier­da del cer­co que le ha­bían ten­di­do. Es de­ma­sia­do.
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Han per­di­do más que lo que es­pe­ra­ban. Pri­me­ro lo per­die­ron al mu­cha­chi­to de oro que pre­si­día el Ban­co Cen­tral, ce­lo­so guar­dián de la au­to­no­mía li­be­ral y fir­me cus­to­dio de las re­ser­vas. Des­pués lo per­die­ron a Co­bos, el in­ma­cu­la­do can­di­da­to que de­rro­ta­ría a los Kirch­ner en 2011 (o an­tes, si las co­sas pin­ta­ran de otro co­lor, quién sa­be). Qui­zás les que­da­ba el con­sue­lo de que lo nom­bra­ran a Ma­rio Ble­jer, pe­ro ni eso: la son­ri­sa im­ba­ti­ble de Mer­ce­des Mar­có del Pont ta­pó has­ta los fron­tis­pi­cios del ban­co y, pa­ra col­mo, vie­ne pa­ra lle­var­se pues­to el vie­jo es­ta­tu­to de la ins­ti­tu­ción. Una de­rro­ta en to­da la lí­nea, que se agra­va aún más si se pien­sa que en los paí­ses de la re­gión no hay nin­gu­no que ha­ya in­ten­ta­do mo­di­fi­car en se­rio el pa­pel de su res­pec­ti­vo Ban­co Cen­tral. De allí que los per­de­do­res se en­sa­ñen con­si­go mis­mos mien­tras no ati­nan a ima­gi­nar si­quie­ra cuál se­rá el pró­xi­mo pa­so pre­si­den­cial. Aun­que con esos ti­pos de las de­re­chas nun­ca se sa­be. Quién te di­ce, ma­ña­na, a fal­ta de al­go me­jor, lo vuel­ven a po­ner a Co­bos en lo mon­tu­ra y, co­mo un po­bre re­me­do del Cid Cam­pea­dor, lo ha­cen ga­lo­par muer­to al fren­te de to­dos sus ji­ne­tes. Por aho­ra, sin em­bar­go, es­ta si­tua­ción bien va­le un brin­dis, un des­cor­che a cuen­ta, una vuel­ta pa­ra to­dos los ami­gos y, si hay tiem­po, co­mer un buen asa­di­to de car­ne de cer­do que, co­mo aca­ba de ser pú­bli­co y no­to­rio, pue­de traer be­ne­fi­cios adi­cio­na­les pa­ra el cuer­po y el es­pí­ri­tu.
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Es­tá to­do bien. Ro­ma, los trai­do­res, la ale­gría por el triun­fo pe­ro, pa­ra no fal­tar a la ver­dad, la cons­truc­ción del con­sen­so es otra co­sa. No es que es­tén de más las ma­nio­bras en la su­pe­res­truc­tu­ra de la po­lí­ti­ca, co­mo tam­po­co se tra­ta de des­pre­ciar la vie­ja téc­ni­ca fut­bo­le­ra de po­ner co­ra­zón y ha­cer pa­ses cor­tos. Pe­ro ha­brá que con­ve­nir que con eso so­lo no al­can­za.
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Pa­ra que el pro­yec­to que se ini­cia­ra en 2003 per­du­re e, in­clu­so, pa­ra que des­de sí pue­da su­pe­rar­se a sí mis­mo, es pre­ci­so asu­mir –con to­da la con­cien­cia dra­má­ti­ca que es pro­pia de los li­de­raz­gos his­tó­ri­cos– que el te­rri­to­rio don­de se cons­tru­yen las ver­da­de­ras he­ge­mo­nías es el de la so­cie­dad ci­vil. Es allí que son so­me­ti­dos a prue­ba los bos­que­jos o ten­ta­ti­vas de un nue­vo pa­ra­dig­ma mo­ral, por­que la no­ción del bien co­mún –an­ti­té­ti­ca a la del bien pri­va­do– só­lo pue­de ex­pre­sar­se co­mo do­mi­nio pú­bli­co. Lo pú­bli­co, así, re­mi­te a un mo­de­lo de so­cie­dad, aun a un mo­de­lo de so­cie­dad en tran­si­ción que pug­na por sa­lir de la opro­bio­sa ma­triz neo­li­be­ral y que, sin em­bar­go, no pue­de de­jar de dis­pu­tar con es­ta úl­ti­ma. Cla­ro: no se tra­ta de una dis­pu­ta en el ai­re.
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Las fuer­zas an­ta­gó­ni­cas que aquí in­ter­vie­nen y que pug­nan por la di­rec­ción del con­jun­to de la so­cie­dad no son fuer­zas idén­ti­cas pe­ro, pre­ci­sa­men­te por ello, re­sul­ta­ría sui­ci­da no pro­mo­ver aque­lla fuer­za que po­ten­cial­men­te apun­ta a la su­pe­ra­ción de lo exis­ten­te, aun cuan­do to­da­vía ca­re­ce de una ma­ni­fes­ta­ción o ex­pre­sión or­gá­ni­ca.
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Y és­te es el nu­do de la cues­tión. El Go­bier­no de­be abrir­se a la so­cie­dad ci­vil, de­jar de con­fiar pu­ra y ex­clu­si­va­men­te en su ol­fa­to y re­fle­jos y co­men­zar a to­mar el ries­go de pro­yec­tar otros pro­ta­go­nis­mos. No se tra­ta de coop­tar nue­vos y me­jo­res pro­fe­sio­na­les de la po­lí­ti­ca ni, co­mo acon­se­ja al­gu­no que ya aban­do­nó el bar­co, ha­cer un re­cam­bio ge­ne­ra­cio­nal pa­ra tra­ves­tir a mo­der­nos y dis­ci­pli­na­dos ges­to­res del es­ta­blish­ment. Al con­tra­rio, de­be abre­var en lo más ge­nui­no de los ac­to­res so­cia­les, po­lí­ti­cos, gre­mia­les, cul­tu­ra­les, pro­fe­sio­na­les, téc­ni­cos, et­cé­te­ra, que no han du­da­do ni du­dan en de­fen­der­lo cuan­do es ata­ca­do y, no obs­tan­te, sue­len no ser es­cu­cha­dos ni te­ni­dos en cuen­ta a la ho­ra de las de­ci­sio­nes.
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La he­ge­mo­nía, pa­ra de­cir­lo a la ma­ne­ra grams­cia­na del vi­ce­pre­si­den­te bo­li­via­no Ál­va­ro Gar­cía Li­ne­ra, es la ca­pa­ci­dad de con­du­cir a las ma­yo­rías pe­ro, so­bre to­do, a los que no pien­san co­mo uno. Pues bien, tal es el de­sa­fío pa­ra ga­nar en 2011: edi­fi­car un li­de­raz­go mo­ral fun­da­do en la de­mos­tra­ción ca­bal de que el pro­ta­go­nis­mo co­lec­ti­vo no es una gár­ga­ra elec­to­ral, si­no la con­di­ción inex­cu­sa­ble pa­ra tran­si­tar ha­cia una so­cie­dad más jus­ta, igua­li­ta­ria, equi­ta­ti­va y fra­ter­na. Mien­tras ese pro­ta­go­nis­mo no sea pro­mo­vi­do, re­co­no­ci­do y je­rar­qui­za­do co­mo es­tra­te­gia po­lí­ti­ca, hay se­rias po­si­bi­li­da­des de que des­de el ban­do con­tra­rio mon­ten a un Cam­pea­dor cual­quie­ra pa­ra ga­nar la dis­pu­ta en el mi­nu­to fi­nal. En­ton­ces ya se­rá tar­de has­ta pa­ra acu­sar a Ro­ma.



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